KETCHUP
La puerta del ascensor se abrió, y una vecina que salía se le quedó mirando. Desde que vivía en el edificio, era el primer hombre disfrazado de payaso que se encontraba en el garaje.
La puerta del ascensor se abrió, y una vecina que salía se le quedó mirando. Desde que vivía en el edificio, era el primer hombre disfrazado de payaso que se encontraba en el garaje.
-Voy a un cumpleaños -dijo él, haciendo sonar la bocina que llevaba en el bolsillo, y la mujer sonrió como si todo adquiriera sentido.
Cuando el clown llegó a la vivienda, introdujo la llave en la cerradura procurando no hacer ruido y, una vez dentro, se dirigió con cautela a la habitación de matrimonio. Los grandes zapatones, para no tropezar con los muebles, le obligaban a levantar mucho los pies y dar cómicos pasos que hubieran sido la delicia de cualquier espectador. Tal y como había previsto, los encontró en la cama follando. Ella, de espaldas a la puerta y a horcajadas sobre el hombre, apenas se dio cuenta de nada. El payaso sacó un cuchillo jamonero de uno de sus altos calcetines a rayas y lo hendió junto al omoplato izquierdo de su esposa. Al caer hacia un lado, la mujer dejó al asustado amante con los huevos al aire. De un certero mandoble seccionó la polla del semental, que aún recibió otra cuchillada en el cuello para que no gritara. Terminada la tarea, tiró el arma y se limpió como pudo las salpicaduras de sangre del disfraz. Después abandonó la casa, con los amplios pasos de los de su gremio cuando huyen del compañero de la cara blanca.
Ya en el coche, que había dejado en su plaza de garaje y al que accedió por el ascensor sin cruzarse esta vez con nadie, miró la hora y comprobó que tenía sólo diez minutos para llegar al trabajo. Después de conducir temerariamente por la ciudad, más que por la prisa o el tráfico, por la dificultad para manejar los pedales con aquellos gigantescos zapatos, llegó a la hamburguesería y aparcó en segunda fila. En la puerta, con una placa en el pecho que le identificaba como encargado y le libraba de llevar el humillante gorrito que lucían el resto de empleados, le esperaba un orondo joven.
-Llegas tarde -le dijo, dando golpecitos con el dedo a su reloj-, sólo tenías permiso para ausentarte media hora.
El payaso lo esquivó sin excusarse y entró en el establecimiento. De un vistazo, localizó el grupo de niños que celebraba el cumpleaños y se acercó a él.
-¡Hola, hola, hola…, soy Ronald McDonald! -les gritó, con un bocinazo de fondo.
Los muchachos comenzaron a aplaudir y pronto le rodearon. Él se arrodilló en el centro como un mesías, sabiendo que era la última vez. Los más pequeños le tocaban la nariz, y otros acariciaban su peluca. Algunos observaron que, como ellos, llevaba manchas de ketchup en la ropa.
del libro de relatos "Feos" (Editorial Denes,2009)
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