Me gusta escuchar a los ancianos sabios. Me embelesa oír a esas personas de a pie que hablan con la lucidez que dan los años y la progresiva perdida de miedo –que lo tuvieron, como cualquier hijo de vecino-. Pero también, y especialmente, me gusta leer y escuchar a los artistas sabios que, a menudo, son ancianos. Escritores, filósofos, pintores… No hace falta tener una sensibilidad exquisita, sólo un poco de sentido común, para apasionarse con gente como José Antonio Marina, José Luis Sampedro, Leopoldo Abadía, el fallecido Saramago, Thoreau… Humanistas que hablan con una clarividencia que, quizá, sólo se adquiera con la experiencia, los golpes de la vida y el estudio sosegado de las cosas. Con tener el valor de dar un paso atrás, salir del río que nos lleva y tomar perspectiva. En un mundo donde, como dice Sampedro, todo se ha reducido a producción y consumo, ver que alguien ejerce la opción del pensamiento a mí me emociona, más allá de que se pueda o no estar de acuerdo con sus ideas. Todos ellos son producto de un concepto clásico de la enseñanza y el aprendizaje, un modo renacentista de observar la vida y el ser humano. Todos proceden de un mundo donde, te dedicases a construir puentes o a poner tapones a las botellas de gaseosa, te formabas en comunión con las artes y el pensamiento, cosa muy olvidada en este tiempo que vivimos. No hace falta más que mirar alrededor y ver a multitud de personas que esgrimen Licenciaturas en Derecho, Economía o Medicina, que sólo saben sobre la materia que han estudiado y que son meros ejecutores, papagayos que repiten lo estudiado. Seguidores de lo que estipulan los tratados. Nada saben, por ejemplo, de la simple existencia de los antes mencionados y para qué hablar de los clásicos en cualquier materia, lo que equivale a decir, en mayúsculas, La Historia. La Universidad, la principal fuente de formación que existe, fue vendida hace tiempo al capital -plan Bolonia- y se ha convertido en un mero Instituto Politécnico donde se forman técnicos, no personas, que pueden ser grandes profesionales –cosa que no dudo-, pero que no aprenden a pensar por sí mismos y que servirán bien a este modelo de civilización donde somos números y letras. Gente que trabaja para consumir -salvajemente- y que si no consume, o carece de dinero para hacerlo, se frustra. Y lo dice, con pesar, alguien que tiene un hijo en la Facultad. Un conocido me dijo hace poco que tenían que suprimir carreras universitarias como Historia, Literatura, Filosofía, porque, hoy en día –esas es la expresión clave, hoy en día- no sirven para nada . ¿Alguien cree que Norman Foster edificaría sus maravillosos edificios sólo con haber estudiado Arquitectura? ¿No conocerá Foster a los filósofos griegos, a Shakespeare, la música clásica o la literatura universal? Es lo que distingue a un mero ejecutor, de un constructor de ciudades dormitorios, con todos mis respetos para ellos. Lo dicho, cada vez más, me embelesan los viejos luchadores. Y cuando digo luchadores, desprendo de la palabra cualquier aire político y le confiero el tono cívico que merece. El tono desde el que ellos hablan. ELLOS, los que hacen que el mundo se mueva. Los otros -entre los que quizá yo también esté-, amiguitos, sólo hacen que gire.
2 comentarios:
Más allá de que tenga mi punto de vista sobre determinadas operaciones editoriales de los últimos tiempos (por ejemplo, el libro "Indignaos"), quiero darte las gracias por este texto, Rafael. Estoy muy de acuerdo con lo que dices sobre la degradación de la Universidad, un proceso que vivo con impotencia y desolación. Muchas gracias,
abrazo.
¡Más razón que un sabio! Huy... digo... ¡que un santo!
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