Dejaste caer tu ropa al suelo como si el suelo fuera la civilización que te aniquila. Como si la civilización que te aniquila fuera una enorme boa constrictor y tú, fuerte en el silencio del cuarto, una encantadora de serpientes inmune a la presión de sus anillos. Hundiste tranquila la cabeza en la almohada, y ya no importó que la habitación que te acogía con las cortinas cerradas a la tarde estuviera rodeada de autopistas. Cómo te envidiaron las paredes porque tendida en el frescor de las sábanas, jugando a dibujar con las manos sombras chinescas en el techo, olvidaste, bajo tu ropa, el olor a muerto que tienen las flores de Wall Street.
La ciudad sin mar (1988)
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