lunes, 24 de noviembre de 2008

LA PIEDRA PRECIOSA


Subo la empinada colina
con los bolsillos llenos de piedras;
pequeñas piedras que cogí
en el arcén de la carretera
y que, como un cordón umbilical,
me unen a su camino.

Una a una, con parsimonia,
las lanzo contra los arbustos
e imagino lo que sería
quedarme aquí para siempre,
en esta dimensión donde el sosiego
y el viento que silba entre los pinos
me sitúan fuera del escenario,
al margen de la absurda trama.

Con la última piedra preparada,
miro la carretera.
Por la ventanilla trasera de un coche
un pasajero asoma su brazo
y abre la mano como si quisiera
atrapar el aire que la vence.

Entonces, en un juego imposible,
hasta que se pierde tras una curva,
trato de calcular el afecto
que esa mano atesora en sus pliegues
como una moneda guardada
para alguien que no soy yo,
y que viene a evocarme otros tactos
-otros refugios más ciertos-,
unidos a cuerpos que dejé abajo
con los bolsillos llenos de piedras,
y que esperan aunque no saben
ni siquiera que se ha ido,
al hombre que subió una colina
y tuvo miedo de quedarse.

Muy despacio, entre los árboles,
voy bajando la pendiente.
El sonido de los coches, poco a poco,
sepulta el de mi respiración agitada,
y en el puño aprieto la piedra
de la que no me he desprendido:
una cuyas suaves aristas
no se clavan en mi mano.

Ésa, a un tiempo, distinta
e igual a todas aquéllas
con las que descendí otros parajes
y me incorporé a la carretera.

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