domingo, 14 de junio de 2009

ARTE

ARTE

El niño hojea un libro de arte y descubre la fotografía de un cuadro que muestra un sencillo florero, incendiado de girasoles.

No sabe quién es su autor, ignora por qué eligió aquellas flores, desconoce la técnica que utilizó o las motivaciones que lo guiaron, y aunque tal vez parte de ello se explique en el texto que hay al pie, se abandona a su fulgor, ignorando cualquier palabra.

La mano invisible del vértigo cierra el puño sobre su estómago, y un cosquilleo eléctrico que se impulsa con sus acelerados latidos le produce la impresión de caer por una montaña rusa.

Un rayo de sol filtrado que dibuja un círculo en la página, roba su atención y aviva el tema de su pensamiento. Se pregunta cómo pudo alguien plasmar esa luz en un cuadro. Concederle su resplandor a la apariencia de unos pétalos.

Pensativo vuelve a las flores de las que nunca se ha ido, y otra vez queda atrapado en las llamas que no existen. Nada conoce del lienzo, nada del tipo que firma como Vincent, pero de una forma intuitiva que tiene algo de fe religiosa comprende esa pintura de la que no sabría hablar.

Percibe las palabras no escritas en el libro que no ha leído; los girasoles que se ocultan tras los girasoles que ve. La sensación de que sin saber siquiera cuántas flores hay en el búcaro, reconocería su amarillo entre decenas de imitaciones.

Es como ser ciego y apreciar la intensidad de los colores. Como tener ojos en la piel. Pequeñas pupilas en los poros.

Despacio alarga la mano y la pone bajo el rayo de sol. Fijando la mirada en el círculo que se dibuja en sus nudillos, fuerza los ojos al máximo hasta que su imagen se deforma. (La concreción de la luz desaparece y se convierte en una mancha).

Un brillo de fuego y oro que recuerda a los girasoles vuelve a situar su corazón en medio de una caída en picado.

Cabos sueltos (2003)

1 comentario:

kawligas dijo...

Un precioso texto para rememorar una cuadro precioso.