Escribo poemas de amor anónimos
que deslizo por debajo de las puertas:
en el sueño soy el botones de un decrépito hotel;
un tipo oscuro y eficiente.
Un rostro que desde el fondo del ascensor sonríe
como un perro de porcelana;
uno de esos hombres uniformados
que nadie ve pero que todos miran
y que a menudo piensa que si tuviese
una horrible cicatriz en su palma,
ningún cliente se daría cuenta
al dejar en ella la propina.
De pie en un vestíbulo barroco,
esperando la llegada de nuevos huéspedes,
imagino citas que no tendré nunca
con mujeres que están de paso,
a las que he enviado en secreto
una de mis notas sin firma
y que me gusta creer que por mí
variarán sus planes de viaje.
Algunas veces por los pasillos
enmoquetados de un intenso rojo,
de regreso a recepción,
después de llevar las maletas a alguien,
extiendo la mano y acaricio
la turbia cicatriz que no existe,
y dejo que un escalofrío
que me resulta familiar en el sueño
me invada como un resplandor que entra
de la calle en plena noche
y bate la habitación oscura
antes de desvanecerse.
Es la ilusión absurda de que ella
al indicarme en el ascensor el piso
se detenga un segundo en mis ojos
y le conceda a mi cara facciones.
No es más que la vieja fantasía
de que ella se fije en mi mano
y, con una expresión que delate
que sabe leer en sus rayas,
me pida que le cuente la historia
de la cicatriz imaginaria.
que deslizo por debajo de las puertas:
en el sueño soy el botones de un decrépito hotel;
un tipo oscuro y eficiente.
Un rostro que desde el fondo del ascensor sonríe
como un perro de porcelana;
uno de esos hombres uniformados
que nadie ve pero que todos miran
y que a menudo piensa que si tuviese
una horrible cicatriz en su palma,
ningún cliente se daría cuenta
al dejar en ella la propina.
De pie en un vestíbulo barroco,
esperando la llegada de nuevos huéspedes,
imagino citas que no tendré nunca
con mujeres que están de paso,
a las que he enviado en secreto
una de mis notas sin firma
y que me gusta creer que por mí
variarán sus planes de viaje.
Algunas veces por los pasillos
enmoquetados de un intenso rojo,
de regreso a recepción,
después de llevar las maletas a alguien,
extiendo la mano y acaricio
la turbia cicatriz que no existe,
y dejo que un escalofrío
que me resulta familiar en el sueño
me invada como un resplandor que entra
de la calle en plena noche
y bate la habitación oscura
antes de desvanecerse.
Es la ilusión absurda de que ella
al indicarme en el ascensor el piso
se detenga un segundo en mis ojos
y le conceda a mi cara facciones.
No es más que la vieja fantasía
de que ella se fije en mi mano
y, con una expresión que delate
que sabe leer en sus rayas,
me pida que le cuente la historia
de la cicatriz imaginaria.
(Cabos sueltos, 2003)
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