He llegado a Finisterre para olvidar el tiempo de las preguntas,
ése en el que hubiera indagado sobre las mareas,
sobre el particular azul de estas aguas,
y sólo aspiro a ser atravesado por una galerna sin nombre
que suene al rozar a su paso el borde de mis costillas.
Puede que alguno de estos días me asome al vértigo de un acantilado
y, como un científico o un turista, curiosee en sus profundidades,
pero hoy soy un ignorante en las rocas al que no importa el porqué del aire;
una especie de niño a la inversa, más cerca del fin que del principio.
En el punto más occidental de Europa he armado de corazón mi cerebro
y me convierto en un umbral que separa lo incomprensible de dos océanos:
a un lado el intenso Atlántico, al otro el mar que me conforma,
y juro que no daré ni un paso para entender sus tempestades.
Sólo quiero escuchar el simple rugido del agua al romperse
y contar a quien me pregunte que, a pesar del abrigo que llevo,
escucho su idioma desnudo, envuelto en la niebla y la lluvia.
Ya no es momento de preguntas, he cruzado un meridiano;
alcancé el fin de la tierra y un continente queda a mi espalda.
La luz pasa a través de mí, ahora, como por el ojo de una aguja.
Y, a medida que avanza esta línea que leerás dentro de unos días,
pienso que la felicidad es una mujer que recoge conchas en la playa,
fascinada por colores y formas para los que no busca motivos.
Cabos sueltos (versión 2010)
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